13 de abril de 2010

Las sosas aventuras del homo vínicus



Hay un tipo de bebedor de vinos que es un plomo: más que un bebedor, parece un degustador de excentricidades, un hombre al que no le viene nada bien y que siempre conoce a un productor de un rincón remoto al que ni usted ni yo conocemos, por supuesto, y al que en opinión del plomo debiéramos conocer. A este bebedor le llamaremos homo vínicus.

No necesariamente es hombre. Hay mujeres –algunas muy guapas, créame- que, tentadas por el destello del rubí en un tinto, son capaces de ceder las esmeraldas de sus ojos y enterrar todo esplendor de seducción en una árida conversación sobre la relación entre taninos y oxígeno en la evolución de una botella. Una conversación que, a todas luces, opaca lo que tuviera ese tinto de seductor y hace que esta señorita de piernas larguísimas luzca desabrida como una caldo sin sal.

El homo vínicus es una especie que abunda. Se pasean por las degustaciones de vinos como quien atiende una exposición de pintura en la que todos los cuadros son blancos, y para cada una de las botellas tiene una objeción o una vuelta de tuerca más: un detalle mínimo, de nada, algo que sólo una nariz dotada (como la del homo vínicus) es capaz de percibir.

Y esa es la palabra que lo describe: percepción, el brillo áureo del conocedor de vinos proviene de ella. El entendido es capaz de percibir lo que los demás no. Ese es su principal poder y de él irradia una confianza que los demás, en nuestra torpeza e insensibilidad, nos vemos amedrentados. Y si el fulano dice, al oler una copa, que hay allí “cuero de málaga” o “el perfume típico de sándalo del este de la India”, más vale creer que reventar: no sea cosa que además de insensibles seamos incultos en los aromas del mundo.

El corazón delator

Hay además un detalle que delata siempre al homo vínicus. Es una mezcla entre savoir faire y snobismo que es la marca de su pretensión. Eso es justamente lo que detectamos esta semana que pasó, cuando en una cata a ciegas de cosechas de grandes vinos apareció para pisar el palito.

Como se sabe, las catas a ciegas de vinos viejos son tramposas. Porque en los vinos la historia de cada botella sigue un curso singular, único podríamos decir, que es le confiere una aire de exclusividad.

De ahí que este tipo de catas es la que más excita al homo vínicus. Es una suerte de paroxismo: un vino único, que será irrepetible para su paladar a la caza de la más mínima sofisticación que le de rienda suelta a su corazón vanidoso. Y en esta cata que contamos, eran unos diez vinos de las añadas 1999 a 2004. Una oportunidad que haría agua la boca incluso a quienes el vino, su cata y entorno, les importe un cuerno.

La cosa es que el homo vínicus esta vez se presentó peinado para atrás, con saco de tweed y elegantes zapatos a dos colores: un detalle de estilo que ya lo denunciaba antes de empezar. Entre los veinte asistentes, sólo él iba vestido como en el Londres de hace 40 años. Un conjunto cosmopolita y rancio, hay que decir, que le daba un aire de blanda superioridad, y que subrayaba sus actos con la suavidad de la lana inglesa.

Cuando llegamos a la cuarta muestra, un caldo de 1999 que entre todas las posibilidades de su evolución había conseguido ser el eslabón perdido entre vinagre y vino, el homo vínicus no pudo menos que exclamar: “¡Al fin! Como en los grandes Bordeaux de 1967.”

Y acto seguido empinó la copa sin dilación. Luego chascó la lengua y dijo que en su vida de connaisseur– usó el término francés, claro- sólo había hallado un vino igual en un viaje por la provance, que hiciera en compañía de su difunta esposa. Que nunca había encontrado otro bouquet comparable a aquél y que entre el lecho de rosas y el colchón almibarado de las trufas, había vuelto a aquel otoño dorado del tiempo perdido.

Todos nos miramos como si doctor Jekyll, luego de beber la pócima, fuera ahora mister Hide. El homo vínicus no perdió la compostura. Ni por un momento. Mucho menos cuando el sommelier de turno en la dirección de la cata, haciendo caso omiso a la afilada excentricidad del hombre de tweed, descartó la muestra por podrida.

Con todo, lo más sorprendente fue que por un momento hubo quien creyó ver las blandas lomas de Bordeaux, partidas por el río Garona, emerger de su copa. Fue un instante fugaz que arrancó suspiros a ciertas señoras de perlas llevar. Por suerte se disipó en el acto, dejando al descubierto esa porción de vanidad que el vino siempre logra revelar en quienes buscan en él más cosas que las que da. De la buena bebida al elixir del orgullo y la vanidad, no hay más que un paso. Y el homo vínicus lo da siempre. Sépalo.