24 de octubre de 2009

Vida de Perros


No me extrañaría que pronto los perros de las publicidades sean estrellas de la tele. Como este, que ahora promociona los productos saborizados de una famosa marca. Es que hay que ver la vida que llevan los canes urbanos: salen a pasear en manada y ya ni ladran; después sociabilizan como quien conversa en el club sobre los acontecimientos de la semana; y finalmente de vuelta a casa con dos salidas más al toilette. Y el resto del día, a aguantar: que ya no hay ni árboles para marcar territorio, ni territorio que marcar. La vida de perros al fin hace honores al sentido de la frase.
Recién ahora conviene preguntarse: ¿será posta el gusto de los trocitos balanceados o se tratará de otra engaña pichanga para el picho de nuestros amores?

12 de octubre de 2009

Gastropolítica: la nación vuelve al estómago


[La foto me la robé del blog ffffound, altamente recomendable. El texto fue escrito a Enero de 2008]

Abel González, colega, en 2007 lanzó una Molotov reaccionaria sobre la culinaria peruana en Buenos Aires. En una nota se quejaba de la peruanización de la gastronomía porteña como sólo una horrorizada señora de Recoleta podría quejarse si un cebú indio ganara medalla en la exposición de la Rural. Y si González no tenía razón en lo incendiario de sus comentarios, al menos acertó en poner el dedo en la llaga, que no es poca cosa: existe hoy una proto-conciencia de culinaria nacional, más propia del péndulo de las ideas humanas que de la realidad de nuestras cocinas.
Si hará cinco años la comida fusión y los vinos robustos llenaban la boca del consumidor cosmopolita, y en las redacciones de los medios especializados –y no tanto– sólo cabía la posibilidad de lo tai, lo japonés e incluso lo nepalí que se consumía en Nueva York, Londres y Hong Kong, hoy no puede menos que darse vuelta la página del menú y clamar a grito pelado por unas milanesas con fritas.
No sin una sonrisa leve, como correlato necesario de la culinaria política, repaso: primero fue la pizza y el champán en una irreverente fusión propia de quién clama ser un recienvenido; luego el sushi exclusivo de la timba bursátil para los que acabaron con todo; y al fin, el meteórico ascenso del buen y lanudo cordero patagónico a las esferas celestes de la sofisticación, que no será el de dios, pero es cordero al fin. Desde su ubicación geográfica este blando animal ungido en ícono trazó la cancha nacional para la vuelta a lo propio, que, si bien nunca dejó de estar en los menús, gozó de mala prensa en los años de la apertura (no hay mejor palabra que apertura para describirlos).
Al cabo de década y media de incesante inmigración andina al país, sin embargo, llegada con las mismas legítimas esperanzas con que miles de nativos partieron al Norte lejano, la comida del Perú –por cierto, riquísima– hace su estelar aparición en Buenos Aires y no falta quienes chiflan por la peruanización de lo local con vozarrón de alarma. No digo que entonces no se llamara la atención sobre el forzado cosmopolitismo de otras eras culinarias. Sólo que ahora la nueva ola contraría el buen gusto de algunos con el color oscuro de los pueblos andinos, sazonados de nuevas y nuevas olas migratorias que van desde los coolies chinos del XIX a la maraña japonesa y el aluvión de la puna al llano costeño durante el XX. Provoca cierto escozor pensar que lo nuestro ahora tiene que valer, cuando dejó de hacerlo de cara al apetecible mundo más allá de los mares.
Hoy está bien escribir sobre una tradicional cocina porteña –como defiende González– y mucho más si en rigor se pueden meter algunos detalles gastronómicos de provincias que cotización en alza: como las Patagónicas, la etílica Mendoza, quizás algo del litoral con sus peces de dimensión sáurica. Incluso hay quienes llevan la materia a las bebidas y empiezan a clavarse las medallas en busca del trago Argentino y ese tipo de declamaciones chauvinistas. ¿Será que El Otro cultural, cuando no es como lo deseamos y se acerca más de lo que queremos, causa pavor y causa el repliegue al refugio de una cultura local, autóctona?
Que nuestra cocina es la decantación de varios horizontes formativos, no puede caber lugar a dudas, un rasgo que comparte incluso con la andina. Y que los vinos nacionales, por ejemplo, buscan parecerse a otros del globo, tampoco puede alarmar a nadie. De ahí que, cuando hace poco salió a la venta uno llamado Tercos, con la leyenda “por favor este año no lo exporten, déjenlo acá”, me pareció que era el momento para tocar la misma llaga que Abel, pero con un signo diferente, más tolerante según creo.
Claro que la tolerancia jamás fue motivo de disputa y mucho menos de negocio publicitario. Con pocos frutos en el periodismo, estas reflexiones quedaron en el rígido de la PC un tiempo más, por falta de mérito redituable. Así las cosas, es esperable que el clima se caldee a favor –un tonto a favor– de lo que alguien dice nos pertenece, sólo porque ese mismo alguien también dice que lo que llega del Norte cercano, ahora, no es válido y hasta resulta intruso y sospechoso. Será cosa de ver cómo el péndulo va y viene sobre los mismo temas y comprender de paso su propio vaivén.
Auque ¿quién quiere comprender cuando hay un chivo expiatorio? Y valga la aclaración: para expiar mejor el chivo de la tierra adentro que el cordero elegido del señor.

Otro deseo gourmet

11 de octubre de 2009

La novela de Khayyam


Omar ibn-al Khayyam era hijo de un fabricante de tiendas. Eso es lo que nos dice su apellido y lo que nos cuenta Amin Maalouf en uno de los libros más maravillosos que haya leído. Samarcanda, mezcla rara de biografía de Khayyam y retrato de Oriente Medio y el Islam hacia el milenio cristiano, en el corazón de sus páginas despliega la curiosa historia del único libro que el matemático, astrónomo y filósofo persa –tales algunos de los títulos que tuvo en vida Khayyam- escribió en secreto y que le valió el reconocimiento de occidente casi ocho siglos después: Las Rubaiyyatas.
Rubaiyyata –literalmente cuarteta en árabe, ya que consta de cuatro versos- era un género menor de poesía que este hombre universal cultivó como pocas obsesiones en vida. Como es habitual con los textos antiguos, del libro que el propio Khayyam escribió poco se sabe y muchas de las cuartetas que se le adjudican han sido anexadas después, por pícaros y eruditos en busca de verdad e impacto.
Con la pluma levemente ornamentada de un oriente exótico, Maalouf reconstruye la vida del máximo genio de su época y nos lleva por las calles y zocos de un mundo que nos permanece vedado en la distancia y el tiempo. A través de las luminosas páginas de Samarcanda, viajamos con Khayyam en caravanas de camellos soñolientos, contemplamos las estrellas en la fría noche del oasis, bebemos vinos brillantes como el oro y nos detenemos en posadas y caravasares atestados de mercaderes astutos, hombres sensibles y predicadores de toda calaña.
Maalouf, escritor libanés exiliado en Francia por razones políticas desde 1975, logra uno de esos pocos libros inolvidables, un claro homenaje al poeta, una visión deliciosa de Oriente Medio. En sus páginas se percibe el perfume de los damascos o el terror en el brillo acerado que las dagas de los Asesinos causaban los viernes por la tarde en las mezquitas, contrapuntos logrados de una civilización ascendente.
Como para Khayyam el vino fue un compañero dilecto, en su pesimista y lúcida visión representaba el placer y la fugacidad del placer y la vida, el libro de Maalouf recorre las tabernas y las bebidas del mundo islámico en ebullición y cultiva con delicada sensibilidad sabrosos detalles de la vida cotidiana.
Pero el destino de las Rubaiyyatas no pudo ser otro que la caducidad que cantaba Khayyam para esta única estancia terrena: comprado por un coleccionista norteamericano, el manuscrito que habían hallado los orientalistas alemanes y traducido el británico Edgard Fitzgerald, viajaba de Europa a América cuando se hundió en la caja fuerte del Titanic, con el golpe propio de un destino sellado. Todo esto nos cuenta Maalouf en Samarcanda con prosa precisa y alada.