25 de diciembre de 2009

La increíble vida del chico metáfora, primera entrega...

Lo que sigue son fotos blanco y negro, a falta de un buen scanner, de algunos dibujos sobre la vida del Chico Metáfora y su inseparable amigo invisible, Luz Mercurial. Disfruten...













este es a lápiz, como unos pocos que tengo.













8 de noviembre de 2009

Diez días claves en la vida de un amante del vino




Día uno. Hay un primer momento en que el bebedor de vinos despierta a un mundo nuevo: cuando se da cuenta que pagar una moneda más por un vino le da mucho más placer. En ese momento empieza a formar el paladar y el vértigo por lo desconocido le hace cosquillas en el estómago y los bolsillos. Rápidamente pasa de invertir 7 pesos a 15, 20 pesos (precios de hoy), descubre la diferencia y comienza un camino sin retorno.
Día dos. En la carrera por conocer sobre esta bebida hay otros hitos importantes: por ejemplo, el día en que descubre que un Malbec le recuerda a las ciruelas pasas de la infancia. No podría decirlo con claridad, pero sabe que aparecieron dentro de su cabeza cuando olisqueó el filo de la copa. Es ahí cuando el amante del vino atraviesa el umbral de la percepción y de ahí en más sus sentidos exploran para conocer.
Día tres. Una jornada clave, consecuencia del primera, es cuando descubre que pagar mucho no es garantía de mejores vinos. Suele ser un momento frustrante, una toma de conciencia o el reconocimiento de un límite. Y en ese punto (el techo hoy está en torno a los 100 peso) el buen bebedor de vinos llega a un certeza: debe afinar la puntería y ajustar el gasto a la calidad.
El día cuatro, un vino cualquiera le rompe la cabeza. A menudo es un imprevisto, una botella sin fama que la preceda que ni siquiera eligió él. Pero le alcanza con probarla para sentir que está ante algo nuevo y leyendo la etiqueta vuelve a sentir el vértigo en el estómago. De esos vinos suele decirse que son amores de verano, porque dan ganas de más aunque se terminan.
Quinto día. A poco de ese reencuentro con el gusto, en una feria de vinos, un sommelier lo desdice: “no señor, donde usted percibe peso, hay liviandad; donde asegura frescura, hay morbidez”. Opacado frente al conocimiento ajeno, el amante del vino piensa que no ha aprendido nada de nada. Esta herida narcisista es un punto necesario en la búsqueda del gusto personal.
El sexto, llega la revancha. En una cena cualquiera aparece otro que la viene de entendido. Enseguida el amante del vino escucha el mismo salmo, las mismas estrofas de un rezo monótono de siempre, ahora sobre una botella que recibe elogios y aplausos. Esta vez no se deja vencer. Con la seguridad de quien ha probado y conoce, hace caso omiso a la cancioneta y observa qué botella se termina primero: sabe que esa será la mejor, con mucha menos palabras.
Día 7. La locura de comprar, probar, comparar y asistir a ferias para probar, comparar y comprar encuentra al amante del vino algo aburrido. Es cuando circunstancias externas al vino le devuelven la pasión. Una noche comparte una copa equis con alguien especial, y un varietal anodino pasa a ser recordado con luz. En ese momento se acciona otro gatillo del conocimiento: las cosas saben mejor cuando las cata el corazón.
Octavo día. En este camino de autoconocimiento, el octavo día clave se encuentra frente a una góndola buscando una etiqueta que fue bien recibida por la crítica. Lo encuentra, tiene la botella entre manos y la inspecciona con respeto, aunque finalmente abandona la empresa: hoy tiene ganas de tomar uno que le gusta mucho, no de probar otro que dicen que está bien. Cuando reconoce qué le gusta, el amante del vino casi ha completado los diez días esenciales en su vida de conocedor.
Día 9. Con la pasión crecida y atemperada, el amante del vino una tarde descubre en una vinoteca una marca y cosecha que le gustaba mucho cuando empezó este camino y que había olvidado por completo. La recuerda con cariño y la compra con curiosidad: comprobar el paso del tiempo es algo que siempre deslumbra. Y si bien puede que esté ajerezado (sería el fin justo a un mal envejecimiento) eso ya no le importa: aprendió cosas, y el reencuentro es lo que valora este día.
Décimo. Una tarde, mucho tiempo después, se encuentra leyendo en una revista el Top 100 de los mejores vinos del año. Del centenar, sólo reconoce una decena y se desanima. Es ahí cuando una última verdad lo ilumina: jamás probará todos los vinos del mundo, como nunca podrá cumplir todos sus sueños. Con esta nueva certeza, ya en paz, termina de leer el ranking, descorcha una de sus etiquetas favoritas y, justo cuando estaba por servirla, termina la nota.

24 de octubre de 2009

Vida de Perros


No me extrañaría que pronto los perros de las publicidades sean estrellas de la tele. Como este, que ahora promociona los productos saborizados de una famosa marca. Es que hay que ver la vida que llevan los canes urbanos: salen a pasear en manada y ya ni ladran; después sociabilizan como quien conversa en el club sobre los acontecimientos de la semana; y finalmente de vuelta a casa con dos salidas más al toilette. Y el resto del día, a aguantar: que ya no hay ni árboles para marcar territorio, ni territorio que marcar. La vida de perros al fin hace honores al sentido de la frase.
Recién ahora conviene preguntarse: ¿será posta el gusto de los trocitos balanceados o se tratará de otra engaña pichanga para el picho de nuestros amores?

12 de octubre de 2009

Gastropolítica: la nación vuelve al estómago


[La foto me la robé del blog ffffound, altamente recomendable. El texto fue escrito a Enero de 2008]

Abel González, colega, en 2007 lanzó una Molotov reaccionaria sobre la culinaria peruana en Buenos Aires. En una nota se quejaba de la peruanización de la gastronomía porteña como sólo una horrorizada señora de Recoleta podría quejarse si un cebú indio ganara medalla en la exposición de la Rural. Y si González no tenía razón en lo incendiario de sus comentarios, al menos acertó en poner el dedo en la llaga, que no es poca cosa: existe hoy una proto-conciencia de culinaria nacional, más propia del péndulo de las ideas humanas que de la realidad de nuestras cocinas.
Si hará cinco años la comida fusión y los vinos robustos llenaban la boca del consumidor cosmopolita, y en las redacciones de los medios especializados –y no tanto– sólo cabía la posibilidad de lo tai, lo japonés e incluso lo nepalí que se consumía en Nueva York, Londres y Hong Kong, hoy no puede menos que darse vuelta la página del menú y clamar a grito pelado por unas milanesas con fritas.
No sin una sonrisa leve, como correlato necesario de la culinaria política, repaso: primero fue la pizza y el champán en una irreverente fusión propia de quién clama ser un recienvenido; luego el sushi exclusivo de la timba bursátil para los que acabaron con todo; y al fin, el meteórico ascenso del buen y lanudo cordero patagónico a las esferas celestes de la sofisticación, que no será el de dios, pero es cordero al fin. Desde su ubicación geográfica este blando animal ungido en ícono trazó la cancha nacional para la vuelta a lo propio, que, si bien nunca dejó de estar en los menús, gozó de mala prensa en los años de la apertura (no hay mejor palabra que apertura para describirlos).
Al cabo de década y media de incesante inmigración andina al país, sin embargo, llegada con las mismas legítimas esperanzas con que miles de nativos partieron al Norte lejano, la comida del Perú –por cierto, riquísima– hace su estelar aparición en Buenos Aires y no falta quienes chiflan por la peruanización de lo local con vozarrón de alarma. No digo que entonces no se llamara la atención sobre el forzado cosmopolitismo de otras eras culinarias. Sólo que ahora la nueva ola contraría el buen gusto de algunos con el color oscuro de los pueblos andinos, sazonados de nuevas y nuevas olas migratorias que van desde los coolies chinos del XIX a la maraña japonesa y el aluvión de la puna al llano costeño durante el XX. Provoca cierto escozor pensar que lo nuestro ahora tiene que valer, cuando dejó de hacerlo de cara al apetecible mundo más allá de los mares.
Hoy está bien escribir sobre una tradicional cocina porteña –como defiende González– y mucho más si en rigor se pueden meter algunos detalles gastronómicos de provincias que cotización en alza: como las Patagónicas, la etílica Mendoza, quizás algo del litoral con sus peces de dimensión sáurica. Incluso hay quienes llevan la materia a las bebidas y empiezan a clavarse las medallas en busca del trago Argentino y ese tipo de declamaciones chauvinistas. ¿Será que El Otro cultural, cuando no es como lo deseamos y se acerca más de lo que queremos, causa pavor y causa el repliegue al refugio de una cultura local, autóctona?
Que nuestra cocina es la decantación de varios horizontes formativos, no puede caber lugar a dudas, un rasgo que comparte incluso con la andina. Y que los vinos nacionales, por ejemplo, buscan parecerse a otros del globo, tampoco puede alarmar a nadie. De ahí que, cuando hace poco salió a la venta uno llamado Tercos, con la leyenda “por favor este año no lo exporten, déjenlo acá”, me pareció que era el momento para tocar la misma llaga que Abel, pero con un signo diferente, más tolerante según creo.
Claro que la tolerancia jamás fue motivo de disputa y mucho menos de negocio publicitario. Con pocos frutos en el periodismo, estas reflexiones quedaron en el rígido de la PC un tiempo más, por falta de mérito redituable. Así las cosas, es esperable que el clima se caldee a favor –un tonto a favor– de lo que alguien dice nos pertenece, sólo porque ese mismo alguien también dice que lo que llega del Norte cercano, ahora, no es válido y hasta resulta intruso y sospechoso. Será cosa de ver cómo el péndulo va y viene sobre los mismo temas y comprender de paso su propio vaivén.
Auque ¿quién quiere comprender cuando hay un chivo expiatorio? Y valga la aclaración: para expiar mejor el chivo de la tierra adentro que el cordero elegido del señor.

Otro deseo gourmet

11 de octubre de 2009

La novela de Khayyam


Omar ibn-al Khayyam era hijo de un fabricante de tiendas. Eso es lo que nos dice su apellido y lo que nos cuenta Amin Maalouf en uno de los libros más maravillosos que haya leído. Samarcanda, mezcla rara de biografía de Khayyam y retrato de Oriente Medio y el Islam hacia el milenio cristiano, en el corazón de sus páginas despliega la curiosa historia del único libro que el matemático, astrónomo y filósofo persa –tales algunos de los títulos que tuvo en vida Khayyam- escribió en secreto y que le valió el reconocimiento de occidente casi ocho siglos después: Las Rubaiyyatas.
Rubaiyyata –literalmente cuarteta en árabe, ya que consta de cuatro versos- era un género menor de poesía que este hombre universal cultivó como pocas obsesiones en vida. Como es habitual con los textos antiguos, del libro que el propio Khayyam escribió poco se sabe y muchas de las cuartetas que se le adjudican han sido anexadas después, por pícaros y eruditos en busca de verdad e impacto.
Con la pluma levemente ornamentada de un oriente exótico, Maalouf reconstruye la vida del máximo genio de su época y nos lleva por las calles y zocos de un mundo que nos permanece vedado en la distancia y el tiempo. A través de las luminosas páginas de Samarcanda, viajamos con Khayyam en caravanas de camellos soñolientos, contemplamos las estrellas en la fría noche del oasis, bebemos vinos brillantes como el oro y nos detenemos en posadas y caravasares atestados de mercaderes astutos, hombres sensibles y predicadores de toda calaña.
Maalouf, escritor libanés exiliado en Francia por razones políticas desde 1975, logra uno de esos pocos libros inolvidables, un claro homenaje al poeta, una visión deliciosa de Oriente Medio. En sus páginas se percibe el perfume de los damascos o el terror en el brillo acerado que las dagas de los Asesinos causaban los viernes por la tarde en las mezquitas, contrapuntos logrados de una civilización ascendente.
Como para Khayyam el vino fue un compañero dilecto, en su pesimista y lúcida visión representaba el placer y la fugacidad del placer y la vida, el libro de Maalouf recorre las tabernas y las bebidas del mundo islámico en ebullición y cultiva con delicada sensibilidad sabrosos detalles de la vida cotidiana.
Pero el destino de las Rubaiyyatas no pudo ser otro que la caducidad que cantaba Khayyam para esta única estancia terrena: comprado por un coleccionista norteamericano, el manuscrito que habían hallado los orientalistas alemanes y traducido el británico Edgard Fitzgerald, viajaba de Europa a América cuando se hundió en la caja fuerte del Titanic, con el golpe propio de un destino sellado. Todo esto nos cuenta Maalouf en Samarcanda con prosa precisa y alada.

13 de septiembre de 2009

Síndrome de Jerusalén


(la foto linkea a su propietario en flikrt)
A Nicolás: por contarme esta historia que exagero a gusto.

No sé si será verdad. O si en todo caso es una buena fábula moderna con contenido religioso. Pero así me lo contó un amigo. Y como buen amigo que es, por qué desconfiar. Él estaba de paso por Jerusalén. Un paso largo, más bien. Porque como judío creyente, en un punto ladino conocedor de su minoría religiosa, penitente en algún grado, qué va, había llegado a la ciudad que por siglos disputaron cristianos, judíos y musulmanes, con el único fin de pasar allí una temporada religiosa. La estadía incluía estudios. Secundarios, para ser precisos. También un puñado de retiros y meditaciones que, entre las sesiones de marihuana, dados y música en la trasnoche del kibutz, alternaban bien con el propósito religioso.
Sí, un Kibutz. Una de esas instituciones que tienen la pizca socialista del sionismo primitivo, pero que ha llegado a ser un asilo, un campus para creyentes con ganas de trabajar y conocer la tierra prometida, a un prometido módico precio. El kibutz se dividía en casas, y en una de ellas, contó, compartía habitación con un yankee del medio oeste; Matheu dijo se llamaba. En la otra, un francés y un italiano, que a los efectos de esta historia no cuentan con más detalle que su nacionalidad y cierta afición por el trago. Mi amigo, como los demás, apenas tenía 17 años.
Mientras me lo contaba pensé en lo que hacía yo a esa edad. Y la perspectiva, el tufo y el polvo de una Jerusalén milenaria, me llevaron a pensar también que eso de ser creyente encerraba algún tipo de secreto maravilloso. Especialmente porque fumar yo entonces no fumaba, pero más que eso, porque tampoco vivía sin mis padres, en otro continente y con gente como un yankee, un italiano o un francés.
Los cuatro estudiaban juntos, además. Qué, no sé si me quedó muy claro. Pero creo recordar que mi amigo contó era algo así como teología judía. Nada serio, igual, algo para principiantes. Entonces como ahora me pregunté cómo podía ser una teología para principiantes. Pero mi amigo dijo que así era, y por qué desconfiar si creo que lo que contó pudo ser verdad.
Parece que por las noches, casi como un ritual o una oración previa al sueño, los cuatro se juntaban a jugar a los dados. Sospecho que un poco del simbolismo de los soldados romanos podría pendular en la sala. Cuatro soldados jugándose el porro de Jesús a los pies de una cruz hipotética. Pero quizás esto sea algo que se me ocurre a mi, en este momento, a miles de kilómetros de Jerusalén y con un embrión de conciencia religiosa. Entonces los dados rodaban; el que perdía, daba de fumar.
Así pasaron los días, los meses. Con cada golpe del cubilete y los cinco dados batiendo, echaban sobre el mantel combinaciones posibles dentro de treinta caras combinables. Muchas posibilidades, supongo. Y supuso mi amigo también, fue por tanta combinación que no notaron, al menos al comienzo, que el yankee empezó a saltearse reuniones. Un lunes no vino y el resto de la semana sí. Después, tampoco el jueves.
Como era de esperar, dedujeron, tenía un compromiso de plegaria a las piernas de otra estudiante del kibutz, con la que lo había visto caminar por las tardes amarillas del desierto, o bien a la sombra pobre de alguna palmera de las que circunvalaban el alambrado. Nada más falso, dijo mi amigo. Pero eso sólo lo sabría semanas más tarde.
Los estudios de religión marchaban como con la fe: cosa de no creer para terminar creyendo que marchaban. Un poco de los textos más antiguos. Otro, de interpretaciones modernas que incluían al Estado de Israel en permanente amenaza. Todos teñidos del conflicto palestino que hacía estallar alguna que otra convicción en algún punto del país, al menos una vez cada muerte de rabino. Todo liso, todo normal, como le escuché decir.
Pero hacia la cuaresma cristiana la cosa empezó a complicarse. Ya que Jerusalén es tierra dividida, en tiempos en que a cada una de las cinco creencias que la habitan le toca algún punto clave de su liturgia, las otras cuatro, como si nada pero con algo: no pueden pasarla desapercibidos. Así fue cómo, aquella cuaresma de 2.000, la ausencia del yankee caló un poco más en el juego de los dados. Porque ya no era un día. Tampoco dos o tres. Ahora se prolongaba por una semana y al comienzo de la segunda, mi amigo puso el grito en el cielo:
-No puede ser que este pelotudo no venga –dijo que dijo.
Y a continuación decidieron revolverle las cosas, la ropa, los libros de teología en busca de una pista. No encontraron droga. Nada de la chica ni nada que pudiera parecerles significativo. En cualquier caso, el yankee estaba más limpio que cuando lo habían conocido. Ma-theu Rey-nolds, recuerdo mi amigo silabeó en el café aquel de la calle Entre Ríos, antes de pasar a contarme los detalles más funestos de lo que entonces llamó El Síndrome de Jerusalén.
Se acercaba la pascua y el yankee no aparecía. Las autoridades del kibutz los habían citado, cada uno a su tiempo, a mi amigo, al francés y al italiano, para saber algo más sobre Reynolds antes de pasar parte a la policía. Ese era el procedimiento. Los tres habían dicho lo mismo: sin que ellos lo notaran Matheu había comenzado a ausentarse. Ninguno mencionó la marihuana ni los dados, como era previsible. Pero como un kibutz es, según mi amigo, lo más parecido a una comunidad hippie organizada, ni las autoridades las pidieron ni ellos necesitaron dar precisiones acerca de algo que estaba tan claro, como la verdad del Santo Sudario.
Pero el yankee no aparecía. La chica que suponían frecuentaba, una tarde de finales de marzo fue abordada por el francés, literalmente. Con la excusa de que tal vez ella podría decirle algo, la envolvió con sus Puentes del Sena y al poco rato salían de lo más despeinados por detrás de unos arbustos. Mi amigo los vio. Él fue testigo. El italiano, en cambio, ni mú. Para él, cada cual con lo suyo era la ley de moisés, en tanto cada sanción tomara en cuenta sus intereses, los de su familia y su pueblo, y en ese orden. Que el francés obrara como detective participante, lo mismo daba. No así para mi amigo.
De manera que esa noche, una antes de la pascua, mientras arrodillados a la mesa del living fumaban y sacudían el cubilete, mi amigo, al golpearlo con fuerza contra la mesa y antes de destaparlo, salomónicamente anunció:
-Si estos dados son ganadores, vos –vouz, confundió señalando al francés- estás perdido.
El otro lo miró con cara de generala.
-Si son los ganadores –repitió- tendrás que explicarle a Matheu que te curtiste a su mina.
No fue necesario. Matheu en persona lo escuchó, con el pomo de la puerta en la mano. Ahí estaba. Alto, flaco, con una barba de varios días, semanas, suspendida sobre el pecho decidido y escoltada por un túnica blanca y sucia que le llegaba hasta poco más abajo de las rodillas. Silencio denso. Una pausa como de resurrección. Hasta que el propio Matheu, viendo a sus compañeros de vivienda, a sus acólitos arrodillados a la mesa jugándose sus bienes a los dados, dijo:
-Soy yo, el hijo de Dios, el mesías, el elegido –al tiempo que estiraba las manos, las palmas hacia arriba.
Lo que siguió fue una gran confusión mística, según mi amigo. El yankee, de pie junto a la puerta, envuelto en la túnica apenas ondeante era como un espectro resucitado de sí mismo: flaco como nadie lo había visto jamás, barbudo como nadie llegó a sospechar podía estarlo, él, Matheu Reynolds, aseguraba ser el hijo de Dios, el nuevo mesías, el elegido. Caminó lentamente hasta el medio de la sala. Sus pies levitaban apenas; y la mirada, de una serenidad espeluznante, transitaba las cosas como si no estuvieran o no las quisiera ver.
Arrodillados los otros lo observaban. Y dijo mi amigo que lo vieron andar hasta la habitación, tomar sus cosas lentamente y meterlas de a una, cada una ceremoniosa, parsimoniosamente en un bolso liviano. Mientras, los sermoneaba sobre la pobreza y la verdadera fe que encarnaba. Parecía que el francés comenzaba a creer. Algunas lágrimas rodaron por su mejilla y casi arrastrándose fue a besarle los pies, implorando perdón por haberse robado a María Magdalena, la cual, con su entrega, y esto dijo mi amigo dijo el francés, probaba la veracidad de su fe y su juramento, porque ella, la mujer del elegido, se había acostado con él entre los espinos del huerto.
El italiano, aún a la mesa, no se había movido. Borracho y fumado, permanecía recogido en sus pensamientos, absorto ante la posibilidad negada por el judaísmo de que apareciera un mesías. El mesías. El hombre esperado por más de cinco mil años. Se debatía ante las posibilidades. Sopesaba el misterio místico de cara a un yankee que había conocido como yankee y que ahora aseguraba ser el hijo de Dios: justo un yankee. Medía la convicción del otro. La sobaba. Y a cada minuto que transcurría, a cada poner del mesías las cosas en su sitio, lenta, parsimoniosamente, mi amigo veía crecer en el italiano una línea de fe, un centímetro cuadrado de convicción en la existencia.
-Pero todo eso era una farsa –dijo mi amigo con amargura- todo –incluso repitió.
El yankee, sí, tenía convicción en lo que hacía. Estaba seguro de ser el elegido, una claridad difícil de igualar por los caminos de la fe estándar de un kibutz. Pero había algo que no cerraba. Algo, que cuando vio meter en el bolso la computadora portátil, le sonó a cuento más barato que místico y llamó por teléfono a la oficina del kibutz. Eran, dijo, cerca de las diez de la noche.
Dos horas después, el mesías partía con chaleco de fuerza, escoltado por dos robustos enfermeros del hospital psiquiátrico de Jerusalén. Según mi amigo, el enfermero parecía canchero al convencer al mesías de que se pusiera su nueva túnica, más rígida, más acorde con el trato que recibe un loco antes que el iluminado. Canchero, fue la palabra que usó. Y la que esa tarde, en aquel café de la calle Entre Ríos, nos llevó a callar mientras mirábamos el piso como quien cuenta baldosas.
-¿Y si era verdad? –dijo al fin mi amigo.
Lo miré en seco. Era evidente quería creer.
-¿Y si era verdad que el yankee era el nuevo mesías?
Largo e incómodo silencio.
Después contó que Reyonolds había estado cuatro meses internado y que la convicción voltaica del electro shock había sido mucho más que su pobre delirio místico, fichado, catalogado por la psicología moderna como Síndrome de Jerusalén. Cuando salió de la clínica mi amigo todavía estaba en la ciudad. Dijo que lo vio llegar demacrado al kibutz. Que tomó las pocas cosas que le quedaban y se lo llevaron los padres, uno a cada lado, más graves que una marcha fúnebre, hacia un auto y el aeropuerto y después el medio oeste americano. Mi amigo dijo que la semana anterior había recibido un mail suyo, luego de año y medio. Le contaba que estaba bien y que lo habían dado de alta. Ahora tenía otra novia: era moza en el bar donde se habían conocido. Nada decía de esos días en los que sintió ser el elegido. Ni una palabra. La moderna ciencia del encausamiento había hecho tierra arrasada de sus convicciones.
Mi amigo me miró desesperado, culpable.
-Lo matamos de nuevo –dijo.

1 de septiembre de 2009

Alto de las arañas



(mi cámara no era la mejor, pero se pueden ver las arañas en el contraluz)

De todos los viñedos que he visitado, ninguno me ha sorprendido tanto como uno ubicado en los valles arequipeños, en el Sur de Perú, al que llegué en 2005 como corresponsal de la Guía de vides y vinos Asustral Spectator. Se trataba de una pequeña bodega productora de Pisco llamada La Joya, instalada en nuevos regadíos ganados al desierto de altura y hecha con el más absoluto fruto del pulmón humano.
Llevábamos una buena hora y media conversando con Octavio Torres de la Gala, su propietario, y por alguna razón, notaba, este ingeniero mecánico cincuentón prefería aplazar la visita al viñedo. Se hacía tarde, el sol ya teñía la fina arena del suelo como si fuera una porosa cáscara de naranja, cuando me puse de pie y le pedí que fuéramos a ver la viña. Pronto tendría que partir.
La pregunta que me hizo fue de lo más inesperada:
–¿Le tiene miedo a las arañas?
Me tomó un segundo interpretarla.
–¿A qué se refiere, exactamente, con miedo a las arañas? ¿A algún tipo en particular?
El hombre me miraba evidentemente incómodo.
–Muchas, muchas arañas –dijo.
–En ese caso será digno de ver, supongo.
Y partimos cuesta arriba por El Fundo El Denuncio, como se llama el viñedo, hacia el paño de vid que se extendía al pie de una blanda loma, unos trescientos metros cerro arriba, en la más completa y desnuda aridez.
Antes de llegar al viñedo, Torres de la Gala cortó una vara de un cardo seco y me aconsejó que hiciera lo mismo. En ese momento tenía en mente la escena de Indiana Jones buscando el Arca Perdida en una cueva oscura, en la que unas arañas grandes como manos desciende lentas por las paredes. Veinte metros antes de la viña la película se deshizo en una imagen más contundente: las plantas estaban cubiertas por una niebla blanca. Completamente cubiertas, apenas nevadas por telas de araña que formaban nudos acá o allá.
Nos miramos.
–Se lo dije.
Se atajó el productor. Miles, miles de arañas del tamaño de una moneda deambulaban por el piso, se dejaban caer suaves desde un brote con las patas duras y abiertas y, llevadas por el viento, describían círculos amenazadores en su vuelo. En cuanto a su tipo, a simple vista se distinguía que eran grises, moteadas y culonas.
–¿No son venenosas, verdad?
–Qué va –sonrió Torres de la Gala-, son bien mansas. Si todavía quiere entrar, lleve la vara delante.
Avanzábamos envolviendo las telas como hacen esas gimnastas que dan vida a una cinta, sólo que cada tanto debíamos golpear el palito en el suelo y deshacernos de las arañas que comenzaban a escalarlo. En cuanto a las que correteaban por el camellón y los surcos, intentaba esquivarlas, pero la sensación de que ascenderían por las zapatillas era de lo más persecutoria. No ahorré víctimas y pisé unas tres docenas. Me parecía oír el crujido bajo mis suelas.
Cuando emergimos de ese mundo confortable sólo para Peter Parker, nos sentamos en un lagar de hormigón, apenas elevado sobre el viñedo. Torre de la Gala dijo que la invasión se repetía todos los otoños y que llegada la primavera se iban. Entre los siete años que llevaba al frente de la Joya lo había intentado todo: químicos, fuego, agua. Las arañas volvían puntuales cada temporada y cubrían el viñedo y allí se reproducían. Nadie sabía explicar el fenómeno y los técnicos de la Universidad de Arequipa estaban tan desconcertados como él: los cultivos cercanos de pimientos, tunas para cochinilla y cientos de hectáreas con sandías escapaban por completo al asedio. Sólo la vid, dijo, parecía atraerles.
El sol se había puesto ya en las montañas cercanas y el volcán Misti, a nuestra espalda, conservaba el último tramo de su afilado cono iluminado. Cuando Torre de la Gala me dejó en el poblado cercano ya era de noche. Antes de subir al bus el hombre me dio un fuerte apretón de manos y deslizó en el mismo acto una botella de su azarado pisco.
–Gracias por venir –dijo– ha sido muy valiente al entrar al viñedo. De todos modos le pido disculpas.
No recuerdo qué fue lo que respondí, pero seguro fue un no se preocupe, ha sido usted muy amable. Ahora que escribo este relato sobre la asombrosa geografía del vino, pienso en los muchos productos que toman el nombre de cosas insólitas. Pienso en el famoso Alto Las Hormigas y no puedo menos que sonreír: quizás algún día encuentre en un escaparate un Pisco llamado Viña Arañas.

(Si pinchás acá encontrarás el lugar exacto donde tuvo lugar esta crónica)

23 de agosto de 2009

Los pianos no caen solos


A Víctor le cayó un piano encima. Literalmente: un piano, encima. Como es de imaginar Víctor no salió vivo del episodio. Pero a un año de su muerte, mientras vamos al cementerio con su ex novia –ahora mi novia- pensamos que no fue una muerte tan desacertada para él y los suyos, que no estaban bien de dinero. De paso, su brusco desaparecer tras el peso de las cuerdas y la madera, a nosotros nos trajo una armonía como salida del mismísimo piano, algo que es de ver.
No vayan a pensar que mis palabras son malintencionadas. Con Víctor éramos grandes amigos. Hacíamos mudanzas desde hace una punta de años y la del piano fue la última de ambos. Que él no trabaje más es entendible. Pero que yo no lo haga, esa es otra historia. Y aunque Liliana me dice que no se la cuente a nadie, a ustedes se las voy a contar, para que Víctor no quede tecleando, como se dice.
Es verdad que arreglé las sogas para que se zafaran. Y también es verdad que la grúa que usábamos no fallaría si no era intencionadamente mal manejada. Como Víctor confiaba en mi y yo en él, y a los dos nos gustaba Liliana, no encontré ningún impedimento en hacer las cosas de tal manera que el piano se cayera justo sobre la cabeza de Víctor el día del accidente.
Esa misma tarde renuncié a mi trabajo. Me parecía insoportable la idea de hacerlo sin él y los jefes comprendieron todo tan bien, que incluso me dieron un dinero extra por la pérdida del amigo. Los únicos que hicieron preguntas molestas fueron los del seguro, aunque la madre de Víctor cobró el dinero tiempo después. Pobre mujer: le hacía falta una buena mano y Víctor pudo dársela con mi ayuda.
Pero ahora que vamos al cementerio con Liliana y llevamos las flores a su tumba, siento que debo contarle a alguien cómo se dieron las cosas. Así podremos descansar todos en paz y eso siento que sucederá desde hoy.
Lo único que me pone nervioso es pensar que en mi nuevo trabajo, en el puerto, algún día se me caiga encima un cargamento. Ante la duda ya apliqué para las grúas y un jefe que me aprecia me ha dicho que la semana que viene sale el nombramiento. Por eso le dije a Liliana de traer las flores hoy. No sea cosa que Víctor se encabrone donde quiera que esté y me joda justo ahora, antes de cambiar de puesto.

15 de agosto de 2009

Un grano de arena viajando en el cosmos



Cuando Toñito cumplió los diez años su abuelo lo llevó al observatorio. Esa misma noche, viendo los anillos de Saturno encintar al planeta, supo que algún día ajustaría el cinturón de seguridad rumbo al espacio sideral.
Hay hombres que tienen determinación y niños que padecen de vocación y voluntad. Toñito era esa clase de personas. Al día siguiente de la revelación, en el patio del colegio le dijo a su novia que un día la vería desde el espacio. Y ella se rió y esa fue, de paso, la primera pelea que tendrían en su vida. Cecilia también era de esas chicas determinadas y hasta casarse con Toñito no cejó en su empeño de conquista.
Y juntos llegaron al día de la primera misión espacial de Toñito. Habían atravesado toda clase de circunstancias previas: desde la escuela técnica –Cecilia recordaba con cariño el yunque que él le había dedicado-, la carrera de ingeniería aeronáutica, las horas de pilotaje, el largo adiestramiento que llevó a Toñito a ser el primer astronauta argentino de la historia.
Ahí estaba Toñito ahora: caminaba por la cinta hacia el cohete con la misma convicción que habían transitado la vida. Esa rara fe que a veces posee a las personas cuando saben qué deben hacer y qué es lo correcto. Cecilia lo observaba por el monitor de la comandancia: parecía un Dios enmascarado y supo que Toñito sería otro al regreso. Pensaba en todos los padecimientos que había debido atravesar para llegar a ese día, incluyendo las largas abstinencias mientras su Dios estuvo asignado en Cabo Cañaveral y ella en Ezeiza. Pensaba en que por fin ahora, cuando regresara Toñito hecho un héroe, su novio de toda la vida pondría atención a la trayectoria del hogar, a la órbita de los hijos que tendrían y a la gravitación del chalecito en las afueras de la ciudad. Tanto habían compartido, que incluso ella hablaba su lengua.
Toñito, en cambio, miraba la cinta gris que se desplegaba entre él y la escotilla del cohete como si se tratara de una aparición largamente esperada. Flotaba ya, aunque con sus pies lastrados por el traje, apenas podían despegarse del suelo para andar. Pensó en Cecilia: a ella le dedicaba este logro y de pronto la recordó en el patio de la escuela, la mañana en que se decidió a contarle su plan, que luego se había ido concretando con el vértigo precipitado y constante de los cometas. Y se supo acompañado, feliz.
Lo que siguió fueron tres horas para las que se había largamente preparado: el conteo regresivo, el chequeo de todos los instrumentos y ese momento final, minutos antes del rugido de las toberas, en que puso la mano en el cinturón y se sintió atado al destino, a Cecilia y a la Tierra. Luego se encomendó a los astros, tomó el comando y presionó el botón de ignición cuando la cuenta llegó a cero.
Cinco minutos más tarde, su nave derivaba por el cosmos mientras escuchaba por el intercomunicador los aplausos que allá, en Cabo Cañaveral, Cecilia compartiría con los otros miembros de la NASA.
Su órbita era tan precisa como lo había sido su destino. Llegaría al satélite, acercándose lentamente, mientras la tierra giraba serena y celeste a su derecha, y emprendería la tarea de acoplaje. Luego, una vez asido el aparato, Toñito tenía que salir de la nave y a reparar el aparato.
Poco después, su colega y amigo Paul Rogers, con quien habían cursado juntos los estudios en la NASA, tomaba el control de la nave y él se disponía a entrar en la cámara de salida. “El primer argentino en caminar por el cosmos” pensó obnubilado por los titulares que ya se imprimían en Buenos Aires.
Y así salió al espacio sideral: sabía que una mácula de polvo era como una bala a la velocidad en que orbitaban y que no debía pensar en ellas, sino concentrarse en avanzar hacia el satélite, siguiendo una trayectoria lineal desde la puerta. Era una maniobra delicada, de percisión y riesgo.
Corroboró que el cinturón de anclaje estuviera cerrado en sus extremos. Y abrió la escotilla al silencio del universo. Con un leve empujón de sus pies, empezó a izarse y al llegar al borde de la escotilla no pudo menos que maravillarse: entre él y la nada no mediaba distancia alguna; y entre la nada y todo lo que era su vida, ahora lo ataba sólo un cordón umbilical reforzado y a prueba de impactos.
Como en una piscina, se empujó de las barandas de la escotilla y todo el cuerpo emergió hacia el abismo. Paul lo observaba desde la cabina y por un instante Cecilia volvió a sus pensamientos: cómo le hubiese gustado que ella estuviera allí, para verlo realizar su sueño, su promesa, su voluntad y designio.
Medio minuto después llegó al satélite. En ese punto, el cordón umbilical estaba todo lo tenso que podía. No había margen de error. Y ahora era cuestión de encajar aquí y allá unas piezas que traía de recambio y de vuelta a la nave, a casa y al sueño cumplido. Se disponía a abrir el compartimiento de seguridad del satélite, cuando una piedrita, no más que una arveja, que venía viajando desde hace millones de años desde algún lugar recóndito y en una trayectoria involuntaria pero precisa, dio contra el cordón.
Toñito nomás sintió el cimbronazo, como cuando se tañe una cuerda, y sus manos quedaron a un milímetro del satélite. Un milímentro en las distancias del cosmos no cuentan en los cómputos de los especialistas. Pero para Toñito, un milímetro, en flotación y sin anclaje, era el infinito. Parecía que nada había sucedido, pero su suerte estaba ya echada: bastaba la convicción de Toñito, su astucia y conocimiento para saber que, por más que lo intentara, no podría volver a tocar la nave con sus yemas, porque ahora se separaba de él inexorable, milimétricamente.
Tomó y tiró del cordón de seguridad con fuerza, en un intento desesperado por regresar a la nave. Pero estaba cortado. Para su dasgracia, no tenía ya otro camino que seguir la derivación universal de las cosas, hasta hacerte polvo contra algún astro o quedar atrapado eternamente en la órbita de algún planeta o planetoide, al cabo de unos miles de años.
Paul Rogers lo observaba desde la cabina. Su situación era difícil, imposible ya: con el satélite junto a la nave, no podría maniobrar el cohete para un rescate en forma segura y para cuado todo estuviera ya en orden como para hacerlo, Toñito estaría a un centenar de metros del cohete y rescatarlo sería imposible sin poner en riesgo su propia vida.
En ese momento Paul recibió órdenes de no preceder.
Y Toñito veía cómo se alejaba el cohete blanda, lentamente derivando en el cosmos. Entonces se supo perdido. Escuchaba por el intercomunicador cómo los teóricos de la NASA se debatían en desconsuelo y cómo, también, Paul le decía que no perdiera la calma, que podría enderezar la nave y salir en su ayuda.
Pero a Toñito nada de esto le preocupaba. Había recorrido un largo y voluntario camino hasta allí y no podía menos que pensar en Cecilia. A ella, seguro los técnicos dirigirían los cómputos estadísticos para demostrar lo imposible de una colisión así, le darían sus condolencias y luego la visitarían los hombres del seguro para que supiera que estaba a salvo. A él, en cambio, no le quedaba otra cosa que verse alejar inexorablmente de la nave, por su propia inercia, causada una arbeja nacida en una explosión a millones y millones de kilómetros de allí, por lo que ahora sabía era una falla en el destino o una comprobación de que las cosas siempre están escritas de antemano. Como aquella vez, en que fue al planetario y le explicaron, mientras veía Saturno ajustarse en sus cinturones, que cada uno de los anillos –la palabra anillo fue más dolorosa que ninguna otra de las que había imaginado- estaban formados por polvo cósmico atrapado en la gravitación de esa esfera gigante.
Quizás algún día fuera a parar a Saturno, fue lo último que se dijo, antes de empezar a respirar de su reserva y desconectar el comunicador para dejarse llevar por los recuerdos. Libre, más libre que nunca, suelto en el espacio como un designio sin presagio o un destino sin trayectoria, pero con un triste final.

10 de agosto de 2009

La mirada de los perros


Para ver más fotos como esta, hacé click en la imagen. La pesqué en el sitio de una fotógrafa en flikrt. (chechu, no hay manera de escibirte en tus blogs)

Tenía 18 años y una ruta por delante. Una línea de asfalto que cortaba en dos la llanura, a cuyos lados se elevaban primero blandas lomas, luego cerros más escarpados y nevados. Los cerros tenían los picos hundidos en nubes grises y macizas como el grafito. Sus sombras se proyectaban en los faldones y creaban un curioso efecto Caravaggio, con fuertes y angulosos contrastes, que descendía hasta la llanura encendiendo sus coirones como el oro.
Una llanura dorada y al medio un tajo de asfalto, marcado con las cicatrices de varios inviernos: allá, a unos 150 kilómetros estaba Esquel. Tras lo cerros en tormenta, Cholila y el lago Rivadia. Y en la misma dirección en la que caminaba, el Bolsón.
Llevaba una hora y media andando. Cada tanto, cuando el viento cesaba, el ronroneo de algún motor llegaba lejano, amplificado por el silencio instantáneo, y en cualquiera de las dos direcciones podía aparecer un auto o un camión. Si venían del Sur, tanto mejor: quizás entonces me llevarían y esta soledad azotada por el viento podría llenarse con palabras. Palabras que no fueran dichas desde mi y para mi. Palabras de compañía, que era lo que me hacía falta en ese momento.
Pero nadie paraba ni hablaba.
Dos horas ya, andando desde el cruce en el que había saltado de un camión, y avanzando a ratos, a ratos descansando, había dejado atrás toda señal humana, más allá de la recta línea de la ruta que conservaba a mi izquierda.
Pensaba en el viento, en la tarde que avanzaba y en el hambre que crecía junto con las sombras, cuando no sé de dónde –no podría precisarlo siquiera en esa estepa- emergió un perro petiso y lanudo, avanzando con paso sistemático pero desconfiado. Lo vi a mi derecha, como salido de entre los coirones de la estepa, aunque seguro andaba tras mi olor desde hacía algún rato y ahora se acercaba algo más, tentado él también de compañía.
Nos miramos. Él bajó la cabeza.
Yo descolgué la mochila y lo invité a acercarse, estirando la mano y silbando apenas.
Puras reverencias, la barbilla contra las piedras del suelo el perro se fue acercando. Primero con rodeos, luego enseñando los dientes con esa rara mezcla de sonrisa y fiereza que tiene a veces los perros. Cuando estuvo contra los cordones de mis botas, le rasqué tras las orejas por todo saludo y él se dejó hacer, manso, elevando los cuartos traseros. Volteó al fin, para que le rascara la panza.
Entonces el viento cesó un momento y desde el sur llegó vital y serruchada la tos sostenida de un motor en trabajos forzados. El lanudo se enderezó en el acto y paró las orejas en esa dirección. Después fue y vino entre los pastos, festejando a su manera el encuentro mientras yo me ponía de pie y miraba cómo al principio un punto naranja cobraba la forma de un rastrojero, sobre el lago espejismo que flotaba en el asfalto.
Esperé a que se acercara y les hice señas, con menos esperanza que ganas de que me llevaran.
Lentamente el rastrojero derivó sobre la banquina, y más lento aún, se acercó hasta donde estaba yo. El viento se llevó el polvo y quedamos a escasos metros de distancia.
Para los tres paisanos de boina calada hasta las cejas que iban dentro, mi figura debía ser parte del paisaje en este tipo de parajes y momento del año: un viajero más que busca andar barato y experiencias que contar. Para el perro, en cambio, la llegada del auto era como la del mensajero que trae olores de otros campos y sus ruedas el correo perfecto. Se les fue al humo, las olió con ganas y orinó en una de ellas sin dilación.
Me acerqué a la ventanilla:
Voy al Bolsón, dije.
Subí, nomás. Te acercamos, dijo uno, pero bien podrían haber sido los tres al mismo tiempo. Salté en la caja y vi a dos paisanos más que iban tapados con una frazada raída, aún cuando era pleno verano y el sol brillaba áureo sobre las nubes, encendiendo sus contornos. Me acomodé contra el bulto que dibujaban las ruedas sobre la caja y le dije adiós mi nuevo amigo, mientras comenzábamos a rodar.
Hay que ver la mirada de un perro para saber cuál es el rostro de la tristeza y cuál el de la traición.

1 de agosto de 2009

Las mujeres hacen cosas raras a veces



-¿Te puedo contar algo?
Dijo el taxista sin que hubiera recorrido más de una cuadra desde que salté al asiento trasero. El tipo miraba por el espejo como esperando que le diera pie para hablar. Tenía cara de querer hacerlo. Realmente lo necesitaba.
-Seguro.
Dije, y bajé un poco la ventanilla para que el aire de la noche recién llovida de Buenos Aires le pusiera un poco de fresco a lo que vendría. Por cómo había empezado este viaje, iba a necesitar aire.
El taxista alzó la mano de la palanca de cambio. Sostenía un teléfono celular en ese espacio que se abre entre los asientos delanteros, a la altura de los apoya cabezas.
-Recibí un mensaje recién.
Sacudía el aparato como si quisiera hacer que el mensaje rebotara dentro.
-Quedé asustado.
-¿Por qué?
-Una mina que llevé hace un rato a una casa en Belgrano.
Estábamos en Palermo, lejos ya de la mina. No veía cuál pudiera ser el temor. Avanzábamos por una Santa Fe trabada, ganando centímetros a fuerza de stacattos movimientos del taxista. Pregunté:
-¿Qué decía el mensaje?
-Que me dejara de joder. Que su papá es comisario y que tiene el número del taxi y el de mi teléfono.
El tipo no esperó a que ordenara mis ideas. Empezó una ráfaga veloz de su relato, una ráfaga en la que este taxista joven, de unos treinta y pico, barba candado, camisa desabrochada y corbata reglamentaria, había llevado a una mina desde Boedo a Belgrano. Un viaje que prometía ser uno más, hasta que ella comenzó a indagarlo.
-Quería saber si estaba casado.
Dijo. Y aprovechó que estábamos detenidos para dejar el celular en ese compartimiento que hay sobre el estéreo en algunos autos. De ahí tomó otro y lo abrió. Volvió a mostrarlo entre los apoya cabezas, abierto.
-Mi mujer y mis hijos.
Era una mala fotografía. Podía verse, sin embargo, a una muchacha con dos criaturas colgadas de los brazos. Ellos llevaban camisetas de River y ella, en cambio, vestía de negro.
-Le mentiste.
-Al contrario –aclaró doblando en Julián Álvarez- si hay algo que le calienta a las pendejas es que estés casado: un polvo y te olvido, flaco. Y le mostré la misma foto. ¿Sabés que hizo la turra?
Dejó el celular junto al otro. Lo observé, interrogante.
-Me pidió el teléfono para verlos de cerca.
-Le habrá intrigado.
-¿Qué? No habrá pasado un minuto mirando la foto que me dijo: “te anoto mi número acá, parecés un tipo piola.”
-Bien.
Admiré. A nuestro lado se detuvo otro taxi. Llevaba una mujer guapa, aún en la penumbra de la cabina o quizás por ello. Hablaba por teléfono. La imaginé conversando con un tipo como este taxista o con mi médico. La historia del médico había sucedido unas semanas antes. Fui por un dolor de cuello, cuando en medio de la consulta comenzó a sonar un teléfono al que el traumatólogo parecía no escuchar. Sonó unas diez veces. Luego volvió a sonar, hasta que el profesional pidió disculpas, se puso de pie y caminó hasta la pared del fondo. De atrás de la cortina había tomado un teléfono pequeño y dicho algo así como “después te llamo, estoy con un paciente”. Sobre la mesa, junto al recetario, descansaba el teléfono oficial.
-No en ese –interrumpió mi recuerdo el taxista, hablándole a la pasajera que había llevado hacía un rato- anotalo acá.
Le había dicho. Y levantó el otro aparato para mostrarme en cuál debió haberlo hecho.
-Este es el de trampa.
Cambió el semáforo y los taxis arrancaron. La mujer del teléfono desapareció ni bien su auto dobló en la esquina. Era noche de viernes y en la ciudad serían miles los que arreglaban, celular en mano, algún refriegue.
-¿La llamaste?
-Primero le mandé un mensaje, para no asustarla –explicó con cancha-. Cuando se bajó me dijo que la llamara mañana. Pero mirá si me habrá dejado caliente la pendeja que diez minutos después le mandé un mensaje.
-Valdría la pena.
-Más o menos. Igual si una mina te anota su número así ¿vos qué hacés?
-Supongo que la llamaría.
El tipo me miró como si no hubiera otra posibilidad.
-¿Sos casado?
-No.
-¿Tenés pareja?
-Sí.
Sus preguntas me incomodaban.
-Pero no tenés pinta de tramposo.
Dijo subrayando la idea con las cejas en alto. ¿Pinta de tramposo? Miré mis zapatos gastados, mi pantalón verde a rayas y mi remera negra, algo corta.
-Sospecho que no.
-Yo soy lo más pirata que hay.
Y tirando de una cuerda imaginaria, agregó:
-La bandera negra siempre en alto.
Sonreí.
-Me imagino.
El auto frenó en seco, apenas unos centímetros del paragolpe del que iba delante. El cuento distraía al taxista. Abrió uno de los celulares y volvió a alzarlo para que lo viera. Era un mensaje. No alcanzaba a leerlo.
-¿Vos qué pensás?
-¿De qué?
-Para qué anotó el teléfono si después me manda este mensaje diciéndome que me deje de joder.
Pensé un segundo, mirando la noche por el vidrio abierto. En la fila de autos ninguno se movía. El que manejaba al lado, hombre de saco y corbata, fumaba y hablaba con un manos libres, la vista clavada en el semáforo. Detrás, sobre la vereda, un travesti echaba ojeadas de intensión a la fila de autos. Dije:
-Difícil saberlo. Si te cortó la cara después de darte el número, parece una reacción más histérica que calentona.
-Eso pensé yo.
Apretaba el volante con las manos.
-¿Pero para qué me amenaza entonces? ¿Para qué pone que el padre es comisario? De última que no conteste.
-Raro.
El que hablaba sin manos ahora reía.
-¿Le mandaste un sólo mensaje?
Pregunté cuando comenzábamos a movernos. El taxista dobló con la mirada fija en el travesti.
-Tres.
Lo miré a los ojos en el espejo:
-¿Tres mensajes?
-¿Decís que fue mucho?
-Parece, al menos. ¿Te los contestó?
-Uno sólo, el que te mostré. Eso es lo que no entiendo.
Encaramos la nueva calle, un empedrado.
-No sé. Las mujeres hacen cosas raras a veces.
Dije. Las luces de sodio barrían el interior del auto en una cadencia de péndulo. Se hizo un breve silencio y repetí en mi cabeza: las mujeres hacen cosas raras a veces. Por ejemplo, una escena de celos como la que había vivido en la mañana. Mientras me duchaba, mi pareja había buscado mi teléfono y revisado los mensajes. Cuando salí, estaba verde. Con el aparato en la mano, me gritó:
-¿Quién es Nada que ver?
Al primer ataque sobrevino otro:
-¿Así que salieron a las 12:10?
Hubo una pausa reflexiva. Luego mi carcajada la había descolocado y no había sabido cómo continuar. Nada que ver se llamaba el programa de radio con el que colaboraba cada jueves y, en efecto, habíamos salido al aire a las 12:10.
Con el coletazo del recuerdo, pregunté al taxista:
-Así que el secreto está en tener dos teléfonos.
-Obvio. Este –dijo levantando uno- es el oficial. Y este otro –señalando el que estaba en el torpedo, sobre el estéreo- el pirata.
-¿Y cómo lo escondés?
Sonrió como si se tratara de un beato franciscano en el momento de quedar inmortalizado por un pintor, las palomas incluso comiendo migas bajo sus pies:
-No se baja del auto.
-Todo bien planeado.
-Todo: lo cargo enchufándolo en el encendedor, el cable lo tengo guardado en un espacio que tiene el coche en el guiñe derecho y en el mismo espacio izquierdo dejo el teléfono. Lo guardo antes de llegar a casa.
El gesto ahora era triunfal. Un genio consagrado a las soluciones universales:
-Con tarjeta, de paso, para que no haya factura.
Vibró mi celular. Era mi pareja. Le expliqué que ya casi llegaba, que esperara un segundo más.
Quise saber:
-Como taxista, ¿tenés levante?
-¿Cómo? Acá ganás siempre.
-Hoy no ganaste.
Lo cargué.
Sostuvo la vista al frente por un momento, las manos en el volante.
-¿Será verdad lo del comisario?
-Cómo saberlo.
-Histérica.
Reflexionó para calmarse. Lo alenté:
-Debe ser mentira. Como buen pirata sabrás que rara vez dicen la verdad.
Sonrió.
-En eso tenés razón.
Se hizo un silencio prolongado. Un silencio lleno de historias que nadie contó. Un silencio en el que el auto fluyó como el aire fresco y húmedo que entraba por la ventanilla, por la noche y la ciudad, bajo las oscilantes luces de sodio.
-En la esquina.
Dije al cabo.
El taxi aminoró y se detuvo.
-Gracias, varón. Sabía que alguien me entendería.
Mientras cobraba, de pronto sonó un celular en el torpedo. Nos miramos.
-Suerte.
Dije por toda despedida y cerré la puerta al bajar.

27 de julio de 2009

Taxitas y porteros: una rara relación hay



Si el Peugeot 504 es una especie de fábula dentro del mundo de los coches, entre los taxis es algo así como el había una vez de los cuentos clásicos. Es imposible que dentro de ellos no pasen cosas cuando se viaja. Cosas siempre decadentes, como es el auto en sí.
Ronronea al ralentí en los semáforos y sobre los muelles de sus amortiguadores, tan gastados como las escaleras de Tribunales, el coche transita la ciudad en una especie de médium entre la victoria y la derrota permanente. Sus taxistas, de paso, son el género más curioso.
Como ese petiso de pañuelo al cuello que manejaba aquel invierno de 2005, en que salté a un taxi con la primera llovizna. Indiqué Recoleta y el hombre me miró como si hubiera visto un oligarca.
-Voy al trabajo.
Dije con algo de vergüenza. Y entonces, por ese tipo de errores que se cometen a menudo en el mundo de los taxis, el hombre se vio con la libertad de opinar. Más que de opinar, de contar lo que le acaba de pasar o había pasado alguna vez. Fue al trabarnos en el primer semáforo, dejando Rivadavia detrás.
Ves esa mina, dijo, se parece a una que conocí el otro día. Yo pensé: de qué me está hablando. Me hablaba, claro, de una fantasía o una realidad difícil de distinguir, tan mezclada de sudores y grasa como podía estarlo el pañuelo que este hombre llevaba al cuello.
-Fulminante.
Dijo, como si se refiriese a un penal o un ataque cardíaco. Según contaba en la medida en que transcurrían las cuadras, esas cuadras estrechas del barrio de Congreso siempre a la sombra, dijo que una tarde de lluvia, como fueron todas ese año lluvioso, una señorita ligera de faldas le hizo señas para que se detuviera. Dijo, también, que no habían hecho más de diez cuadras cuando ella empezó a indagar sobre su vida marital.
-Y ahí me la vi venir –agregó con orgullo de hombre en sus cincuentas-: ella quería guerra.
Conviene aclarar que además del grasiento pañuelo, este profesional del manejo tenía cara de pocos amigos: la viruela o un escopetazo le habían dejado la cara mordida como por mosquitos infernales, junto a una gran cicatriz que le empezaba en la comisura del labio y le llegaba hasta la oreja. Si Bobbit, recuerdo que pensé, con la hombría cortada se hizo pornostar, por qué este taxista entrado en años no podía aspirar a ser protagonista de un tema de Arjona. Lo mío, estaba claro, era pura discriminación.
-La cosa es que la mina empezó a subir el tono de la conversación.
Dijo.
-¿Cómo?
Pregunté con la misma ingenuidad que los semáforos pasaban del rojo al amarillo y al verde.
-Diciendo que el novio la había plantado. Diciendo que había tenido planes para esa noche y que ahora estaba sola.
Una luz roja nos detuvo. El tipo volteó y por primera vez vi cómo la cicatriz formaba un camellón fucsia sobre su mejilla. Me observaba, la mano en la palanca de cambio del 504, mientras esperaba algún tipo de comentario cómplice.
-¿Qué hiciste?
Le solté. El hombre rió de medio lado y la cicatriz formó una diagonal difícil de olvidar.
-Cómo qué hice: entré al primer telo que vi, como quien pasa por un peaje.
Sonrió.
Sonreí.
El no decía la verdad y yo no tenía por qué creerle. Fingimos. Volvimos a reír y luego viajamos hablando de aventuras insólitas. Como esa otra tarde, dijo, en que una adolescente le había propuesto chupársela y habían acabado en la costanera meciendo el 504 como si se tratara de una Samba del desaparecido Italpark. O esa otra vez, en que este hombre de pañuelo y mocasines, llevó a una ejecutiva despechada y acabó metiéndole el trozo en la boca, el pantalón a media caña y las manos en una nuca que tenía el pelo “más suave que había tocado nunca.”
Y así siguieron las historias hasta que bajé. Ya en la calle me sentí aliviado de haberme librado de sus fantasías. Fui hasta la redacción de la revista y en la puerta me crucé con el portero. Fumamos un cigarrillo y miramos las chicas pasar mientras perdíamos el tiempo mirando a las chicas pasar.
-El otro día se me tiró una.
Dijo el hombre del mameluco cuando el cigarro llegaba a su fin. Otra historia de arrojos inesperados, sólo que ahora sin el Peugeot pero con la franela de darle a los pasamanos de bronce.
Sonreí.
Sonrió.
Ya en el ascensor, pensé: qué extraña relación habrá entre los porteros y los taxistas que conducen sus 504. Aún no la descubro, pero que la hay, la hay.

largo silencio: estoy de vuelta

Simple como un mate a la mañana: voy de vuelta con mi pasión de contar el mundo. Y les dejo, vaya uno a saber a quién o quienes, una breve crónica de taxistas y porteros. Salud terrícolas, hay vida en martes.