5 de octubre de 2007


Mendoza tiene Troles desde que yo me acuerdo. Antes seguro también, aunque quizás eran tranvías. No sé. Pero en la década de 1980 circulaban por la ciudad unos carros japoneses, de formas bien redondeadas y un color mandarina característico, que te pintaban el paseo de una forma cordial, casi lúdica. Eran unas máquinas bastante grandes y casi torpes en su andar, que tanían grandes asientos en absoluto mullidos, pero a la vez tapizados de una cuerina resquebrajada como si fueran de arcilla.
Tiempo atrás uno transitó mi recuerdo, como si en él pudiera haber cables de recorrido cerrado y el Trole, colgado a ellos, corriese por la infancia que brotaba como agua en mi escritorio. Por eso lo dibujé tal y como lo veía mientras viajaba por una Arístides Villanueva sin bares, doblaba por Boulonge Sur Mer y al llegar a Emilio Civit donde esquivaba el bloque de cemento que alguna vez protegió a la policía de tránsito. Después, desaparecía por Jorge A Calle antes de llegar a Perú. Generalmente lo tomaba y bajaba en Estadio Pacífico. El Trole era eso en aquellos años: un paseo circular en todo idéntico al recorrido de la memoria y a las blandas formas de las máquinas japonesas. Las rusas y alemanas que vinieron después, en cambio, tienen el recuerdo calefaccionado y confortable, pero no el traqueteo eléctrico de los otros. Eso, es difícil de olvidar.